Esta mañana, al terminar las clases, decidí regresar a mi piso, bajo unas leves gotas de lluvia, y yo, como de costumbre, no tenía paraguas. Pues bien, me lancé a la aventura de caminar unos 35 minutos desde la facultad hasta mi casa (actividad que aconsejo a todo el mundo, ya que es muy saludable, y que practico todos los días). Al llegar al piso escuché un fuerte ruido que procedía de la calle, así que me asomé por la ventana para ver qué era exactamente. Y no, no era el ruido de un trueno, aunque esta mañana sonaron algunos; era el ruido provocado por el choque de una moto con un coche. La verdad es que me asusté un poco cuando vi la escena del suceso: la moto estaba, literalmente, debajo del vehículo. Mi mayor sorpresa fue descubrir que el conductor del coche era mi vecino del séptimo. A partir de ese momento, comencé a implicarme más en el accidente, ya que, lo quieras o no, cuando algo te toca de cerca (aunque sólo sea una persona conocida de vista y de un 'hola' y un 'hasta luego'), lo sientes más. Intenté leer los labios de las dos personas implicadas, pero sin fortuna. Afortunadamente, los gestos me sirvieron de ayuda para averiguar algo de lo que hablaban: ambos se estaban disculpando. Según lo que yo ví, pude deducir que el del coche iba marcha atrás (a mucha velocidad), y la de la moto iba para adelante (a mucha velocidad); ninguno se percató de la existencia del otro. Evidentemente, uno de ellos ha tenido más culpa que el otro, pero lo importante es que no ha habido ningún daño personal (aunque material sí) y que hablando se entiende la gente. No obstante, yo ya no miraré a mi vecino del séptimo con los mismos ojos.
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